La Palabra me dice
Jesús está hablando a la multitud y contando una serie de parábolas. Ahora cuenta la del banquete de bodas. No hay nada más universal que el amor, por el cual los seres humanos se unen y comparten la vida. El verdadero amor es para siempre.
Por eso, se celebra cuando alguien se casa. Cuando la escritura quiere expresar el amor profundo e indisoluble de Dios a la humanidad utiliza la metáfora de las bodas. En esta parábola resulta evidente que el esposo, el Hijo del Rey, quiere desposarse con la humanidad.
Pero, para eso, para este acontecimiento incomparable, quiere invitar a todos. Seis veces aparece en el texto la palabra “invitado”. Los primeros invitados son los miembros del Pueblo de Dios, que no quisieron ir. Ponen distintas excusas: sus campos, sus negocios, su interés por encima de todo. Por eso, hasta llegar a matar a los mensajeros de la invitación.
Entonces manda a los sirvientes a salir a los caminos y a invitar a cuantos encuentren, malos y buenos. Esto es lo que el Padre quiere, que todos sin excepción participen del banquete de bodas, de ese gran banquete mesiánico anunciado por los profetas. No solamente los “buenos”: todos están invitados.
En la segunda parte de la parábola (11-14), el rey observa que hay un invitado sin el traje apropiado y lo echa del banquete.
Aunque son muchos, son todos los hombres quienes son invitados, pocos pueden convertirse en elegidos. Porque hay muchos que prefieren seguir su propio camino, participando de la boda, sin saber o creer en lo que hacen.
La boda, como ya dijimos, es la gran metáfora del amor de Dios a los hombres. Él sigue buscando, llamando, invitando. No quiere que ninguno se pierda. Manda los mensajeros de la Iglesia a los cruces de los caminos y hasta los últimos confines. Pero no obliga a nadie. Y como el Reino es una fiesta, nos invita a participar con lo mejor que tenemos y somos. Con el traje de fiesta.
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