La Palabra me dice
Después de la catarata de preguntas que saduceos, fariseos y doctores de la ley le han planteado, Jesús da una enseñanza más integral a la multitud y a sus discípulos. Más que nada, trata de desenmascarar a la “gente de la ley”, para que ni la muchedumbre que lo escucha, ni los discípulos que lo siguen, se dejen engañar. Se trata de un largo discurso en el que Jesús tratará muy duramente a los letrados y fariseos.
Estos viven una religión artificial y ficticia. La viven y la predican. Pero, en realidad, se trata siempre de exhibición y apariencia.
Como les sucede a muchas personas hoy también, ellos viven de apariencias. En su manera de comer, de vestirse, de aspirar siempre a los primeros puestos y a los mejores cargos.
Se hacen llamar con títulos ostentosos como “maestro”, como si ellos poseyeran la sabiduría verdadera. Se postulan como jefes y dirigentes, a quienes los demás deben consideración y sumisión. Pero Jesús es claro: hay un solo padre, un solo maestro, y un solo mesías. Todos los demás somos hermanos.
Y el único punto de excelencia y autoridad es el servicio. Y para ser verdaderamente discípulos, no solo hay que saber servir, sino humillarse, como lo hace el Hijo del Hombre.
Esta es una advertencia fuerte, también para nosotros, como Iglesia. Cuantas veces podemos sentirnos enaltecidos porque nos dan un título que nadie merece: padre, maestro, jefe. Cuántas veces podemos vivir de apariencias, sin que la enseñanza de Jesús toque nuestro corazón. Incluso, a veces, quienes criticamos estas cosas caemos en la misma trampa.
Menos mal que Dios tiene piedad de nosotros. Nuestro mejor y único título es que somos pecadores, insolventes pecadores.
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