La Palabra me dice

El clima de este evangelio desborda de alegría; ya se presiente la llegada del Señor en la Navidad. Esta es la atmósfera que acompañará el nacimiento de Jesús.

Dos mujeres creyentes, María e Isabel, bendecidas por la maternidad, portadoras de la vida y bienaventuradas por su fe, se encuentran y comparten lo que viven en lo íntimo de su corazón. Toda la escena gira en torno a ellas y sus hijos: el mensajero y el Mesías, cada uno en el seno de su madre. Juan salta de gozo al reconocer a quien ambas reverencian como “al hijo de su Señor”. Isabel percibe lo que está sucediendo y quién es el que está allí, realmente presente. Dos mujeres fuertes comparten la alegría de traer al mundo la buena nueva de la salvación. Se superan una a la otra en alabar y dar gracias por tanta maravilla. Por encima y más allá de lo que sucede a cada una, un acontecimiento las estremece de gozo: el Mesías, largamente esperado por su pueblo, ha venido finalmente a visitar a su gente, para regocijarse con alegría sobre aquellos que le pertenecen. María ha sido la primera en escuchar la invitación de Dios e irradia la alegría de esa Buena Noticia de Jesús; Isabel será la primera testigo de la presencia de Dios en nuestra historia. Su prima, una joven galilea, lleva en su vientre al que “es, que era y que vendrá”, y en este extraordinario hito, comienza la nueva alianza de Dios con su pueblo. 

El saludo “Dichosa tú porque has creído” puede extenderse hasta nosotros. Dichosos, dichosas, si intuimos que una alegría más plena y verdadera puede venirnos de Jesús, y lo tomamos en serio en nuestra vida, desde lo más íntimo del propio corazón.

Con corazón salesiano

Petronila Mazzarello fue la fiel compañera de María desde la juventud; estuvo con ella hasta la muerte y le sobrevivió. Dos mujeres bendecidas por su fe. Maín (como la llamaban en el pueblo) no la perdía de vista. Intuía el bien que juntas podían hacer. La Cronohistoria lo cuenta así: “Desde hacía tiempo se daba maña para rodearla con un hilito de oro que, poco a poco, iba estrechando sus vueltas con más fuerza hasta conquistarla definitivamente”. 

Petronila acudía también a la parroquia cada mañana, muy temprano, y, cuando podía, se colocaba junto a ella. Se sentía atraída por la felicidad con que experimentaba el encuentro cotidiano con el Señor de sus días; la reconocía como una mujer dichosa por su fe. La quería cerca… 

Hasta que una vez, estando ambas a la espera de que abrieran las puertas, fue María quien dio el paso que escribiría la primera página de una historia larga de fecundidad: “Si no te molesta, te digo una cosa. Hace mucho tiempo que nos vemos en la iglesia, que rezamos una al lado de la otra, y nunca me has invitado a decir contigo un Avemaría. Tú conoces la eficacia de la oración en común y la promesa del Señor de que donde estén dos o más reunidos en su nombre allí estará El”. Una amistad visitada por la alegría de la plenitud que viene de Jesús. Que las hizo fuertes en las pruebas y las incomprensiones que llegarían después, obedientes a su Voz y bienaventuradas a lo largo de sus días.

A la Palabra, le digo

Dichosa vos María, porque creíste en la promesa de Dios. 
Dichosa vos María, porque viviste de amor hasta el final.
Dichosa por tu silencio, resuena en tu vida la voz de nuestro Dios. 
Dichosa, porque nos viene en tu seno el Salvador.